El Mirador
El Mirador
Esperaba, esperaba. Era paciente por naturaleza y aun así la serena quietud de las alturas lo atemorizaba. Sin embargo él esperaba, con esa hidalguía que sólo unos poquísimos personajes se atreven a portar, personajes de los que ya nadie sabe.
Allí abajo, en contraposición, miles de metros hacia abajo, había una ebullición de seres. Corrían, caminaban, se subían a un vehículo de cuatro ruedas, otros a unos peculiares biciclos y otros, los que menos, metían alguna que otra mano dentro de un pantalón o pollera insidiosa. Todo era movimiento, ajetreo diurno como se sabe decir en ciertas ocasiones.
En cambio aquí arriba la situación se antojaba cuanto menos contrastante, pues serena era. Y tan gratificante a la vez, que hacía a uno olvidar que pasaría el resto de su vida tras duros barrotes creados por extraños bípedos desnudos y débiles en comparación a nuestro personaje, cuyo cuerpo había sido forjado hacía cientos de años en durísimo acero, el metal por predilección de los animalillos aquellos que tan abajo correteaban, infelices. Pero no todo era acero, pues contaba también con dos preciosos ojos de finísimo cristal de Java, cristal que podría poner en vergüenza a una presunta copa de copetín de la mismísima gaveta personal de
Sin embargo, tan ponderoso personaje, exquisito de una manera singular y tan hermoso como se nos parece, pasaría el resto de su vida tras las rejas, cautivo, observando y controlando a cientos de miles de aquellos seres que habían forjado su cuerpo y cincelado sus penetrantes ojos. Controlándolos, mirándolos, esparciendo su mirada aquí y allá, supervisando, detectando malhechores, malvivientes y personajes de lo más extravagante; rigiendo las vidas de sus propios captores. ¡Tan por encima de ellos se encontraba y tan cautivo permanecía!
¿Cómo era posible aquello si este precioso personaje refulgía de esplendor a pesar de los cientos de años a la intemperie, si su cuerpo era la suma de miles de años de conocimiento…
Habían caído aguas en inimaginables cantidades, arreciado los fríos vientos del equinoccio vernal, asolado el despiadado sol del verano; su cuerpo era maltratado sin piedad y aun así se erguía orgulloso al sol del nuevo día. ¿Cómo era posible entonces que permaneciera solitario dentro de una insignificante prisión? Allí arriba había sido confinado el pobre, en aquella torre maldita, hueca por dentro. Sin alma.
Mas si tan atroz crimen se les antoja desmedido e inhumano, dejadme por favor, fervorosos lectores, que les propicie un detalle que olvidé. El pobre estaba atornillado al suelo. Fríos tornillos, gruesos como las saludables raíces de abedules y nogales que hacía tiempo habían sido desterrados del suelo verde, que tampoco era verde ya, sino gris, triste gris… Gruesos tornillos entonces que lo inmovilizaban al suelo, frío y desalmado también, como la torre, la hueca y anémica torre. Esa era la razón del martirio deste pobre ser. Por culpa de esos tornillos, esos malditos y desagradables tornillos, que atravesaban su valerosa coraza como si no fuera nada, como si no importara que su cuerpo fuera de lo más precioso, desvalorizándolo, violándolo, atándolo a un destino inexpugnable; cautivo el resto de sus días.
Cautivo hasta que cumpliese su ciclo y sus ojos no vieran lo que ven ahora. Aquel momento en cuando las montañas que ahora veía con tanto detalle y gloria fuesen simples formas borrosas en el horizonte. En cuando los ríos fueran apenas finísimas líneas que tal vez confundiese con una hebra del pasado. En cuando los océanos apenas fueran una masa azul informe circundando su prisión. En cuando las cuevas de los alrededores ya sin detalle percibiese. Y en cuando, finalmente, no pudiera distinguir entre el bien y el mal, cuando finalmente su desazón fuera completa y la locura tocase a la puerta.
En ese momento, y sólo en ese momento, un simple y vulgar operador, tan pequeño que resultaría insultante, subiría para reemplazar a tan nobilísimo e hidalgo ser por uno más nuevo, que viera como él ya no lo hiciera. Lo arrancaría sin piedad del suelo, desgarrando su macizo cuerpo, cuarteando su cubierta de dulce pintura, destronándolo hasta el pie de la torre hueca y sin alma, donde cientos de años atrás hubiera subido orgulloso, pensando en cómo gobernaría a aquellos seres de tan singular naturaleza. Seres a los que odiaría con el odio más consumado y honesto que uno pudiera imaginar cuando, antaño, fuera clavado a su prisión. Seres a los que soportaría durante su entera vida, utilizándolo, violándolo. Seres que en aquel momento, de una vez por todas, serían sus verdugos haciendo gala de una desinteresada crueldad, sin importar los años que, sin vergüenza alguna, lo hubieran mantenido privado de su libertad. Seres sin alma, egoístas, siniestros, despiadados hasta la médula que obraban según les parecía, desvalorizando el pasado, aletargando el futuro; destructores de mundos.
Seres a los que alguna vez hubiera llamado humanos.